Violinista, profesor y director de orquesta. Además, Rubén Fernández es montañero y fue escalador. En su afán inagotable por llevar la música a todos los rincones, sube ocasionalmente una orquesta de cámara hasta los pies de las agujas de Galayos; la fórmula perfecta para unir dos cosas que tienen la capacidad de emocionar a muchos: las montañas y la melodía.

Rubén Fernández (Madrid, 1951) es un músico prestigioso que ha tocado en algunas de las salas más importantes de Europa y Norteamérica, ha grabado 25 discos de música contemporánea y recibido numerosos premios. Pero para los escaladores Rubén es el director e intérprete que sube a su orquesta hasta el refugio Victory de Galayos. Nos dedicó toda una tarde en la que repasó su vida y hablamos de música y de montañas.

Rubén Fernández dirige un concierto en Galayos.
Concierto en el refugio Victory de Galayos.

 

Rubén, tu vida ha estado ligada a la música desde muy temprano. ¿Hay alguna circunstancia, un momento concreto de tu niñez, que provocara esto?
Tuve un profesor de música que fue capaz de motivarme. Yo no sabía si iba a poder seguir estudiando, porque lo normal era acabar Primaria y ponerse a trabajar, con 13 o 14 años.

Tu padre también fue músico, ¿eso influyó?
A mi padre lo abandonaron en el torno, creció en un orfanato y, como oficio, le impusieron tocar el trombón. Estuvo incluso en la banda del rey Alfonso XIII, pero lo tuvo que dejar porque le obligaban a ir a misa y él era pastor protestante (yo fui el único del colegio que no se examinaba de religión; hasta los protestantes se examinaban, por miedo, pero mi padre no me dejaba, él era muy firme en sus convicciones). Intentó que sus hijos (nueve hermanos) estudiáramos música. El protestantismo es muy musical, en los cultos de las iglesias evangélicas (bueno, eran casas, la iglesia de mi padre la cerraron y a él lo metieron en la cárcel; la fe se mantenía un poco a escondidas) se cantaba mucho y no era raro que la gente tocara un instrumento. Por eso en mi casa siempre había música, y yo soñaba con hacer lo que veía: tocar el órgano. Así que empecé a los ocho años en el Conservatorio, con el piano, pero no iba con muchas ganas, me lo tomaba con tranquilidad. Hasta que mi padre un día me cambió a violín, un instrumento que yo detestaba; mi hermano mayor lo tocaba y yo pensaba “qué cosa más desagradable”. Fui al Conservatorio y elegí yo mismo al profesor, a uno que se llamaba Wladimiro; pensé que con ese nombre tenía que ser bueno y, efectivamente, era un grandísimo profesor que trabajaba en la Orquesta Nacional (en la época era prácticamente la única orquesta profesional, pero apenas daba para vivir y los músicos tenían que hacer otros trabajos; de hecho, cuando yo conocí a Wladimiro, acababa de regresar de trabajar unos años en la orquesta de Johannesburgo y durante un tiempo yo fui su único alumno en el Conservatorio, lo que fue todo un lujo para mí ya que me dedicaba todo su tiempo).

¿Cómo hizo para que te gustara el instrumento que “detestabas”?
Wladimiro me animó mucho, me decía que yo era muy bueno. Ningún profesor me había dicho eso antes, así que decidí que quería ser músico, concretamente violinista. Pasé de ser un estudiante desastroso a pasar ocho y diez horas ensayando diariamente. Tuve el apoyo de mi padre, que me obligó a estudiar y no me dejaba trabajar. Me hubiera gustado estudiar Letras, lo único que se me daba bien era la Historia y la Filosofía, pero mis hermanos mayores y mis cuñados, que ya tenían buenos trabajos, me decían que eso eran “estudios de niñas”… Recuerdo llorar en mi habitación mientras oía las discusiones en casa porque yo quería dedicarme a la música y me decían que tenía que hacer la carrera de Comercio, lo que ahora es Empresariales. Y empecé esa carrera, pero afortunadamente hubo una huelga de muchos meses y me veían en casa estudiando violín todo el día.

Además de en el Conservatorio, parte de tu formación la hiciste fuera de España.
Sí, en Alemania. La gente de la música me animó a irme de España, y me fui con lo justo para el viaje, un dinero que saqué tocando en un teatro de revista que se llamaba La Latina, un sitio donde había tocado mi padre 20 o 30 años antes para poder dar de comer a sus hijos; allí aún le recordaban, le llamaban Paquito el Protestante. Llegué a Düsseldorf, luego vino Elvira, mi mujer. Yo tocaba en cafés por las noches y ella cuidaba niños en casas, y así pude continuar estudiando. Luego volví a España, con lo mismo con lo que me había ido.

¿Era un tiempo difícil para ganarse la vida como músico?
Le decían las amigas a mi mujer: “¿Tu novio es protestante y violinista? ¿Y dónde vas a vivir, debajo de un puente?”. No se concebía hacer vida profesional en la música. Al principio me ganaba la vida haciendo grabaciones con todo tipo de gente. Tuve suerte, porque en el 76 un músico ganaba más dinero grabando discos, como músico de estudio, que tocando en una orquesta o en el Conservatorio. Esas grabaciones las solían hacer miembros de la Orquesta Nacional y, si acaso, de la de Televisión. Los de la Nacional se pusieron en huelga y entonces nos llamaron a otros músicos, y ese fue un trabajo que hice durante cuatro o cinco años, y luego aprobé las oposiciones al Conservatorio. Ahora los jóvenes lo tienen muchísimo más difícil, hay una generación con una formación impresionante, un nivel altísimo… y lo tienen crudo.

Esa época como músico de sesión de artistas famosos tuvo que ser muy interesante.
Grabé con Julio Iglesias, con Rocío Jurado, Camilo Sesto…, en discos que se han vendido muchísimo. Pero los músicos de sesión no aparecíamos en los créditos, no había contrato, pagaban en metálico y nunca cobrabas derechos.

¿Cómo llega un instrumentista a convertirse en un virtuoso, es cuestión de talento?
Itzhak Perlman, un gran violinista, cuando le preguntaron “Maestro, usted ¿cómo consigue no fallar nunca cuando hace un cambio de posición?”, contestó con tres palabras: “Repetition, repetition, repetition”. “Pero, maestro, es que yo por mucho que repito, no me sale”. A lo que volvió a contestar: “Slow, slow, slow”.

Y esa es la fórmula: tiempo y paciencia. Muchos piensan que uno nace, se pone a tocar y le sale bien. Y que tienes mucho talento y que eres músico. Ser músico significa horas y horas y horas de trabajo.

Eso nos pasa a los escaladores: detrás de una secuencia que a simple vista parece sencilla hay muchas horas de ensayos…
Y esa es la fórmula: tiempo y paciencia. Muchos piensan que uno nace, se pone a tocar y le sale bien. Y que tienes mucho talento y que eres músico. Ser músico significa horas y horas y horas de trabajo.

Decía Paco de Lucía que en la música “hay un diez por ciento de inspiración y un noventa por ciento de transpiración”.
[Risas] Cuenta Ara Malikian que si no estudia se siente mal. A mí me pasa, un sentido de culpabilidad por no estar trabajando todos los días. Llegar arriba es el fruto de muchísimo esfuerzo. Esto, o se hace con pasión, como una verdadera religión, o te olvidas.

Concierto en Galayos.
Concierto en Galayos.

 

¿Cómo fueron tus inicios como montañero y escalador?
Yo adoro la montaña. Los veranos de mi infancia se desarrollan en los alrededores de Arenas de San Pedro, Ramacastañas, La Villa, Piedralaves…  Mi padre se apuntó a unas clases gratis de inglés que vio en un anuncio y resulta que eran unos misioneros ingleses que captaban así a gente y él entonces se hizo también misionero, en Arenas, donde conoció a mi madre. En los años 50, 60 ser montañero, ir a la montaña, era muy raro. Se subía una vez al año como tradición a La Mira, pero en general el deporte era como una cosa de ricos: el tenis, el esquí… Como mucho, a darte patadas en el patio del colegio, pero nada de entrenamiento o equipos federados. Mis amigos subían a la sierra pero mi padre no me dejaba. “Tú, a estudiar”, me decía. A mí siempre me ha gustado ir a tocar al monte, a los ríos, a sitios en los que estuviera solo. Estudiaba un rato y me bañaba.

Algunos de tus compañeros de entonces aún siguen activos.
Sí, nuestros maestros fueron Jesús Enriquez, Victor Morcón y Apolonio Farraces Polo; Ángel Rituerto sigue escalando sin parar (ya ha superado más de cien escaladas al Torreón) y Tomás Mesón, que hace unas maravillosas fotos de montaña y astronomía. Empezamos a escalar pequeñas cosas, las canales, los diedros del Pequeño y del Gran Galayo. Y prácticamente íbamos todos los fines de semana. Me producía una felicidad absoluta. Incluso hice alguna escalada con Jerónimo López (que lo conocía del instituto, de tocar con él en un grupo).

En el Peñón de la Galguera de Gredos hay una vía que se llama El violinista. La abrieron en 2012 Ángel Rituerto, David de Esteban Resino y Abel García y te la dedicaron a ti.
Me hizo muchísima ilusión y tengo pendiente que me lleven un día.

En 2019, Ángel Rituerto me dijo que subían a celebrar el 50 aniversario de nuestra escalada al Torreón. “¿Te apuntas a escalar?”, me dice. “¡¿Yo, a escalar?! Como mucho subo y hago escalas”. Y eso hice, me subí a la base del Torreón y me puse a tocar el violín.

En 1969 subes al Torreón de los Galayos, eso no deja indiferente a nadie. ¿Por qué dejaste de escalar?
Porque un mal día alguien le dijo a mi padre que me había visto escalando y me lo prohibió. Hay que reconocer que escalar no es muy bueno para los dedos [risas]… Y ese fue el único y último año que escalé. En 2019, Ángel Rituerto me dijo que subían a celebrar el 50 aniversario de nuestra escalada al Torreón. “¿Te apuntas a escalar?”, me dice. “¡¿Yo, a escalar?! Como mucho subo y hago escalas”. Y eso hice, me subí a la base del Torreón y me puse a tocar el violín.

Las agujas de Galayos. ¡Menudo escenario!
La acústica no es del todo buena, un poco de eco, sensaciones difíciles, además llegas con las manos hinchadas, no oyes el instrumento como acostumbras. Tocar en Galayos tiene un puntito de locura, el veneno de la belleza…

El Torreón de Los Galayos.
El Torreón de Los Galayos.

 

No estuve en ninguno de aquellos conciertos, pero he visto un par de vídeos. En uno interpretabais a Bach, en otro Música nocturna de las calles de Madrid. ¿Eliges el repertorio considerando el escenario, el público?
Boccherini compuso Música nocturna precisamente en Arenas. Al final siempre hay alguna circunstancia que enlaza cualquier obra, un hilo conductor. Bach es eterno para un músico, en él está todo, la vida, la naturaleza, es inagotable. Yo estudiaría a Bach toda la vida, y de hecho lo hago.

¿Existe una conexión entre las montañas y la música?
Seguro. La música es posiblemente el lenguaje más íntimo, más emocionante. Tocando no puedes ocultar lo que eres, lo que sientes, es un lenguaje más allá de las palabras, y eso pasa con las montañas. ¿Por qué emocionan? La naturaleza, nuestro ser primitivo, nuestro ser original. Posiblemente volvemos a sentir allí lo que sentían los primeros pobladores del planeta cuando se encontraban frente a esa majestuosidad, y qué hay más majestuoso también que ciertas músicas. Decía Beethoven que lo que no pueden expresas las palabras, lo expresa la música, y ¿cómo se puede describir tanta belleza?

Hablando de Beethoven, en una entrevista, César Pérez de Tudela me hablaba de su amigo y compañero de cordada Miguel Ángel Herrero el Maestro. Contó que Miguel Ángel era un gran melómano y, medio en broma medio en serio, decía que lo que no podía entender es que un tío tan vehemente, y además del Frente de Juventudes, ¡prefiriera a Beethoven antes que a Wagner!
[Risas] Wagner es un tema muy polémico, pero como tantas veces, la música supera al personaje, Wagner hizo evolucionar la música de finales de XIX. Mira Barenboim, el director de orquesta judío, que lleva a Wagner por todo el mundo, hasta a Israel. Los músicos tenemos que amar toda la música que tocamos, somos intérpretes de compositores y no tenemos por qué juzgarlos.

También decía Tudela que uno de los recuerdos más bonitos que tiene de aquella época eran las canciones. Los montañeros cantaban. Ya no lo hacen. La verdad es que la gente ya apenas canta.
Sí, sí, esto es una cosa que digo continuamente. Yo, incluso en los conciertos, hago cantar a todo el mundo, el Himno de la Alegría, el cumpleaños feliz… lo que sea. Cantar es la primera manera de hacer música. Nosotros bajábamos cantando de cada escalada, contentos. Alguien me dijo que me recordaba bajando del Torreón, abrazado al compañero y cantando algún coral protestante o un salmo, que era lo que cantaba yo en esa época continuamente. Me gustaba mucho el gospel. Bajas alegre y contento, con mucha felicidad, y esta es la forma de expresarlo.

Además de músico y montañero, eres profesor.
Hace 26 años fundé la Escuela Arcos y, cuando oí a un ministro decir que la música era una pérdida de tiempo, lo tuve claro: me dediqué a montar orquestas en colegios (tristemente, muchas se han perdido durante el estado de alarma, esperemos que se recuperen). Creo que la música debe llegar a todo el mundo. En Alemania, todos los miembros de una familia tocan instrumentos, en Finlandia, entre clase y clase, los niños tocan un ratito… En esos países con una tradición musical, que está enlazada con la tradición cultural, el comportamiento de la gente es diferente. Ahora mismo educadores, neurólogos, científicos, psicólogos… defienden que la música es el mejor ejercicio para el cerebro. La sociedad actual no ayuda mucho, no se apoya la música ni siquiera desde los colegios.

Me enamoró la solidaridad, la fraternidad, la amistad que existía en el mundo de entonces de la escalada. Veo que ahora es más deporte, más espectáculo, competición… La escalada, como la música, une a la gente, nos hace a todos iguales.

De alguna forma, las sociedades con tradición montañera también son distintas.
A mí lo que me enamoró de la escalada en mi época fue el hecho de la solidaridad, la fraternidad, la amistad que existía en el mundo de entonces de la escalada. No sé si ahora sigue; veo que ahora es más deporte, más espectáculo, competición… La escalada, como la música, une a la gente, nos hace a todos iguales.

Ruben Fernández.
Ruben Fernández.

 

Precisamente, una de las labores importantes en nuestro rocódromo, Sputnik, es la enseñanza de la escalada, pero la escalada entendida como un instrumento para rescatar estos valores que dices. ¿Cómo crees que tiene que actuar un buen profesor?
A los niños de hoy lo más importante que tenemos que enseñarles es el amor y el respeto por la naturaleza. Pasión y emoción, esto es lo que hay que transmitir a los alumnos y si el profe las tiene, será capaz de hacerlo. Un profesor no solo debe transmitir conocimiento, necesitamos profesores que transmitan vida. Porque al final lo único que uno va a aprender es lo que te emociona. Yo no me he dedicado a enseñar a ser un gran instrumentista, sino a disfrutar de la música y eso para mí es un orgullo. Lo mejor que puede pasar en la vida es amar lo que uno hace, ser feliz en su trabajo, sin necesidad de ser el mejor, o un gran solista. También es importante tratar a los alumnos como miembros útiles de la sociedad y tener claro que los alumnos también enseñan cosas a sus profesores. Yo no educo a mis alumnos, simplemente comparto con ellos lo que amo. El esfuerzo es necesario, claro, pero este llega cuando ya tienes la motivación y la emoción. Es una gran responsabilidad.

Para acabar, Rubén, ¿cuándo podremos ver de nuevo a alguna de tus orquestas en directo?
Si no ocurre nada, el 20 de septiembre hacemos un concierto en La Rosaleda de Rosales al que estáis todos invitados.

¿Y en la sierra? ¡Cuenta con nosotros que te subimos un piano de cola a la cumbre del Torreón si hace falta!
[Risas] Ya veremos.

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